Los conceptos de identidad, diferencia, poder, libertad… Son conceptos abiertos, interpretables, incluso tergiversables. Son constructos que dependen de los acontecimientos, del contexto, de la lengua en la que se expresan, de la experiencia de cada persona que los nombra. Me pregunto si alguna vez estas palabras han tenido el mismo significado para dos seres. ¿Existen universales? ¿Una raíz común de la que estos conceptos no pueden desprenderse? Quizás es posible que sí. No como conceptos, sino como valores, como motores de la acción humana. Quizás esconden algo que impulsa el movimiento en distintas acciones.
Pongamos por caso la identidad, un concepto que nos repercute a todos, que nos brinda la energía para diferenciarnos. O todo lo contrario, para pertenecer. ¿La gente persigue una identidad propia? ¿La ha perseguido en el curso de la historia? ¿O quizás es una cuestión contemporánea que origina precisamente la agonía del sujeto? ¿Es la crisis de la metafísica, el perseguir el ser en lugar del ente, el tomar conciencia del encierro, el desarrollo del psicoanálisis, la muerte del hombre, la huida de la alienación… el punto de partida de la carrera por la singularidad? ¿Es esto el origen de la vida líquida?
Si pensamos en un ser humano del siglo XIX, encontraremos que, en gran medida, la identidad estaba predeterminada. Nacer en un estamento específico significaba vivir dentro de los márgenes que este imponía, y esa identidad era algo en gran medida estático, marcado por clase, género, religión y nación, con muy pocas posibilidades de movilidad. Había en ello una estabilidad, una claridad en las expectativas sociales y en el destino del individuo, que no requería de cuestionamientos profundos o de una “elección” de identidad, pues esta venía dada. En cambio, hoy, la posibilidad de movilidad social, de elección y de reinvención se han convertido en elementos casi obligatorios de la modernidad. Nos encontramos con una filosofía contemporánea que enfatiza la libertad individual, donde todo parece posible y donde cada persona se enfrenta a la idea de que es la única responsable de su destino.
Si antes el destino estaba marcado por la voluntad divina o por la estructura social, hoy la responsabilidad parece recaer únicamente en el individuo. Esto, en teoría, nos da poder, pero también puede asfixiarnos bajo la carga de una libertad que se convierte en responsabilidad, que tiende a ignorar las condiciones y limitaciones que también nos definen. En esta narrativa contemporánea, no solo eres responsable, sino “culpable” de lo que acontece en tu vida, puesto que se asume que todo depende de tus decisiones y esfuerzo personal. Esta culpabilización del sujeto puede entenderse como el mayor ejercicio de poder que ejerce la sociedad sobre el individuo, un poder que funciona a través de la ilusión de la libertad absoluta y que deja poco espacio para aceptar las limitaciones impuestas por el contexto o las estructuras de poder que seguimos habitando.
Definiría la agonía del sujeto moderno como la lucha constante contra la culpabilidad de no ser capaz de tenerlo todo, de no abarcar todas las posibilidades que ofrece un mundo en el que todo parece estar al alcance. La identidad ya no se te brinda como sujeto al nacer, no hay estructuras lo suficientemente solidas en la contemporaneidad como para considerarlas impenetrables; todo parece fluido, cambiante, en perpetua transformación. Este cambio, que promete libertad, impone a su vez una obligación ineludible: debes ser el arquitecto de tu identidad.
La modernidad nos empuja hacia un ideal de realización total. Debemos sentirnos realizados en el trabajo, encontrar significado en lo que hacemos para escapar de la alienación que denunciaban Marx y los teóricos críticos. Pero no es suficiente con realizar un trabajo; también debemos explorarnos interiormente, conocernos, porque se nos dice que la clave de nuestra identidad está escondida dentro de nosotros mismos. Debemos romper las reglas de la sociedad disciplinaria, tal como lo describía Foucault, y al mismo tiempo individuarnos, crear una narrativa única y singular que nos distinga del resto. Sin embargo, esta búsqueda por diferenciarnos no se encuentra exenta de conflictos: debemos tomar conciencia de nuestro ser, escapar de la objetivación que nos reduce a valores cuantificables, y al mismo tiempo medirnos y evaluarnos constantemente, en un ciclo interminable de autoexploración. Y esto, inevitablemente, se vuelve agónico.
Una película que ilustra esta tensión es “Las posibles vidas de Mr. Nobody”, de Jaco Van Dormael. En este largometraje, el surrealismo y la narrativa no lineal sirven como metáfora de la imposibilidad de definirse o de prever cuál es la mejor elección. Los distintos caminos que toma el protagonista no solo reflejan las múltiples posibilidades que enfrenta el sujeto moderno, sino también la agonía de saber que cada decisión implica dejar atrás innumerables alternativas. Incluso los caminos menos deseables están impregnados de esa angustia, pues todos describen situaciones de duda, de elecciones que aún están por llegar, y de la responsabilidad—o culpabilidad—que recae sobre quien elige.
La agonía de la diferenciación radica en que el sujeto queda tan absorto consigo mismo que olvida aquello que lo une al resto de los seres humanos. El mundo cambiante en el que vivimos, con su constante necesidad de adaptarse a lo nuevo, repercute en el individuo y termina por encerrarlo en sí mismo. La conexión con lo común, con la colectividad, se diluye. La única vía de escape parece ser una huida constante, un rechazo a quedarse quieto, a aceptar una identidad fija o unas raíces estables. Así, el individuo moderno encuentra un alivio temporal de la culpabilidad al abrazar la incertidumbre como forma de vida. Adaptarse al cambio constante se convierte en una estrategia para dejar de sentirse culpable por parecerse al resto, por no ser lo suficientemente único.
Este fenómeno se manifiesta en las aspiraciones de muchos jóvenes contemporáneos. Comprar una vivienda, tener un trabajo estable o criar descendencia, actos que antes simbolizaban éxito y estabilidad, ahora son vistos como elecciones que restringen, que homogenizan, que confinan al individuo a un camino predecible. Estas opciones generan culpa, no porque sean erróneas, sino porque parecen contrarias al ideal contemporáneo de singularidad. En contraposición, el sueño del joven promedio parece haberse desplazado hacia un estilo de vida que promete mayor libertad y versatilidad: vivir en una furgoneta camperizada, subsistir con trabajos precarios pero inestables, y huir de la definición de una identidad permanente. Cada día puede ser una nueva oportunidad para reinventarse, para no tener que responder a la pregunta de quién se es.
Sin embargo, esta aparente liberación es también una trampa. Se alimenta de la ilusión de haber escapado de la sociedad disciplinaria, cuando en realidad se habita una sociedad de control mucho más sutil. En esta nueva sociedad, el control no se ejerce desde el exterior mediante normas estrictas, sino desde el interior, a través de la culpa. El peso de la autodefinición, de la búsqueda interminable de una identidad que nunca se encuentra del todo, se convierte en el mecanismo más eficiente de control social. En lugar de enfrentarse a las estructuras que mantienen esta incertidumbre, el individuo asume que todo depende de él, perpetuando así su agonía.
Puede que ese sentimiento, el de la culpa, sea una de las mayores agonías que existen. Es una de las formas más crueles de autocastigarse, una prisión emocional que no permite al individuo aceptar el error ni avanzar más allá de él. Una vez cometido, el error queda marcado por el castigo silencioso: el del mundo exterior y, más importante, el del propio juicio interno. La culpa actúa como un espejo distorsionado, reflejando una imagen de nosotros mismos que no creemos digna de ser parte del mundo, un ser desconectado y merecedor de aislamiento.
Quizás, en su forma más pura, la culpa sea una puerta a la vulnerabilidad más absoluta del ser humano. Cuando nos sentimos culpables, nos enfrentamos a nuestra propia percepción de insuficiencia, a la sensación de no merecer el calor ni la comprensión del resto. Este sentimiento no solo nos paraliza, sino que activa mecanismos de huida en nuestra mente: el deseo de ser otra persona, de reescribir la historia, o incluso de desaparecer. La culpa es un estado de negación del ser, un intento desesperado de escapar del peso de lo ocurrido.
Sin embargo, hay una línea fina, casi imperceptible, que separa a la culpa de la responsabilidad. Y aunque a menudo se confunden, hablar de una y otra es hablar de realidades radicalmente diferentes. La culpa es corrosiva, introspectiva, y nos lleva a un callejón sin salida emocional. La responsabilidad, por otro lado, puede ser emancipadora. Sentirte responsable implica reconocerte como agente de cambio, alguien que puede influir en su entorno, tomar decisiones y aprender de sus consecuencias. A diferencia de la culpa, la responsabilidad no opera desde el castigo, sino desde el poder: el poder de actuar, de enmendar, de transformar. Además, la responsabilidad nunca es completamente individual; siempre existe en un marco de interdependencia. Incluso cuando alguien asume una mayor cuota de responsabilidad, esta se inscribe dentro de una red colectiva de acciones y decisiones compartidas.
Sentirnos responsables puede ser un motor que impulse el progreso. En cambio, sentirnos culpables es como llevar una piedra atada al tobillo: un peso que dificulta cada paso hacia adelante. Es precisamente esta distinción lo que hace de la culpa una herramienta tan eficaz en los mecanismos de control social contemporáneo.
La sociedad de control ha perfeccionado el uso de la culpabilidad como forma de dominación. En tiempos pasados, las estructuras disciplinarias —como las fábricas, las escuelas o las prisiones— operaban mediante el encierro y la regulación estricta del comportamiento. Estas instituciones generaban una clara pertenencia a una clase o grupo, lo que, paradójicamente, podía dar lugar a formas de resistencia colectiva. La jaula de hierro de Weber o los centros de encierro descritos por Foucault contenían grietas, puntos de fuga, que permitían a las personas organizarse y resistir.
Hoy, sin embargo, vivimos en una sociedad donde la tecnología ha disuelto el binomio espacio-tiempo, llevando el control a un nivel mucho más sofisticado. El adoctrinamiento no necesita muros físicos; está en todas partes. A través de la digitalización, se ha conseguido anular las viejas formas de organización y pertenencia. Las redes sociales, en lugar de generar comunidad, fragmentan y atomizan al individuo, reforzando una identidad basada en la comparación, en la culpabilidad y en la constante necesidad de validación externa. El resultado es un alejamiento de los ideales de colectividad y compromiso que históricamente han impulsado las acciones colectivas.
Es cada vez más difícil encontrar jóvenes organizados en torno a una causa o con un sentido fuerte de pertenencia a un colectivo. Incluso el aferrarse a una ideología concreta, algo que en otros tiempos constituía un ancla para resistir al sistema, parece estar en declive. La participación en acciones colectivas implica compromiso, y el compromiso se ha convertido en el mayor temor del individuo contemporáneo. Vivimos en un tiempo donde todo debe ser flexible, adaptable, temporal; el compromiso se percibe como una amenaza a la libertad individual, una carga que limita la capacidad de reinventarse constantemente.
En este contexto, la culpabilidad opera como un mecanismo perfecto para perpetuar la pasividad. Si cada individuo se siente responsable únicamente de sí mismo, si cada error se convierte en un lastre personal en lugar de un punto de reflexión colectiva, la acción conjunta se debilita. En lugar de enfrentarse a las causas estructurales de sus problemas, los individuos se culpan a sí mismos, se aíslan, se convencen de que no hay alternativa posible.
La huida, tanto física como emocional, se erige entonces como una falsa solución. El individuo contemporáneo, cargado de culpabilidad, busca liberarse desprendiéndose de sus responsabilidades, renunciando al compromiso y optando por una vida en constante movimiento. Sin embargo, esta huida no es liberadora; es un ciclo que perpetúa la agonía. Sin raíces, sin pertenencia, sin un sentido de propósito compartido, el individuo moderno queda atrapado en una ilusión de libertad, cuando en realidad sigue siendo un engranaje más en el sistema de control.
Suelo reflexionar profundamente sobre el concepto de libertad, su devenir histórico y lo que hemos hecho de él en la actualidad. Desde la Revolución Francesa, esta idea ha tomado un protagonismo innegable, transformándose y adaptándose a los contextos que cada época ha ofrecido. Su potencia inicial, como un ideal revolucionario capaz de unir a las masas en torno a un proyecto común, no ha dejado de crecer, aunque su significado y uso hayan cambiado drásticamente.
Me resulta especialmente interesante la perspectiva de autores como Zygmunt Bauman, quien señala que hemos alcanzado el grado máximo de libertad en la historia reciente. Pero, ¿a qué tipo de libertad se refiere? Si miramos a los philosophes de la Ilustración, ellos no entendían la libertad como la mera capacidad de tomar decisiones individuales (a lo que llamaban razón), sino como el conocimiento necesario para elegir aquello que representaba la voluntad general. Una libertad iluminada, no por el capricho personal, sino por una conciencia colectiva informada y comprometida con el bien común.
Cuando Bauman menciona este supuesto auge de la libertad, me parece que alude precisamente a lo que los ilustrados llamaban razón: nuestra capacidad de tomar decisiones de manera autónoma. Y en ese sentido, podría estar de acuerdo con él. Hoy en día, gozamos de un acceso sin precedentes a la información, a herramientas que nos permiten actuar con una independencia que antes parecía inalcanzable. Sin embargo, creo que es imprescindible resignificar el concepto de libertad y recuperar ese horizonte que proponían los ilustrados: una libertad que no puede ni debe desvincularse de la igualdad y la fraternidad, ya que estos valores, al igual que la libertad, son expresiones de la voluntad general.
Es curioso cómo este concepto, en su origen, se abrazó como una fuerza transformadora, como el motor que unía a las personas en una lucha común contra las opresiones del poder establecido. La libertad era entonces el grito de guerra que movilizaba a las masas hacia un proyecto colectivo, una construcción de futuro basada en principios compartidos. Hoy, sin embargo, el concepto parece haber mutado en algo muy diferente: un impulso centrado en el individuo, en su capacidad de tomar decisiones inmediatas y en la posibilidad de maximizar su propio beneficio sin tener que rendir cuentas a nadie. Abrazamos la libertad con la misma fuerza, pero con fines opuestos. Si antes era el estandarte de la unión, ahora parece ser la bandera del aislamiento, la herramienta que legitima nuestra desconexión de los demás y de nuestras responsabilidades colectivas.
Frente a esta transformación, surge una pregunta inevitable: ¿cómo debemos responder al ejercicio del poder desde la idea de libertad? ¿Cuál es el canto que necesitamos entonar en este tiempo? ¿Es acaso la libertad que nos despoja de responsabilidades, que nos absuelve de nuestros pecados y nos ofrece tregua frente a la culpa por no ser únicos? ¿La libertad que nos promete un individualismo absoluto, donde no hay cabida para el otro, y donde nuestra única obligación es hacia nosotros mismos? O, por el contrario, ¿necesitamos recuperar una libertad que nos haga conscientes de nuestra condición como seres sociales? Una libertad que no se entienda sin responsabilidad, que nos invite a buscar el bien común, a fraternizar y a construir vínculos sólidos. Una libertad que nos permita ser vulnerables, no como un signo de debilidad, sino como una forma de reconocernos humanos, imperfectos e interdependientes.
Bibliografía.
Garcés Mascareñas, M. El problema de la diferencia. [recurso de aprendizaje en línea]. Fundació Universitat Oberta de Catalunya [FUOC].
Deleuze, Gilles (1972-1990). Post-scriptum sobre las sociedades de control. En: Deleuze, G. Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 1996. pp. 277-286. ISBN 848191021.
Deleuze, Gilles (1972-1990). Mayo del 68 nunca ocurrió. En: Deleuze, G. Conversaciones. Valencia: Pre-textos, 1996.
Foucault, M. (1975). Vigilar y castigar: nacimiento de la prisión. Madrid: Siglo XXI.
2 comentarios en «Relación entre la agonía del sujeto moderno, la diferencia y el poder»
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Muy de acuerdo con las anotaciones que te ha hecho Marc la verdad. Se me ha hecho una lectura entretenida y bien guiada. Empieza lento y te va llevando con calma hasta párrafos que le metes intensidad. ¡Qué bueno leerte!
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