Alonso Hernández Sánchez. El Problema del Sentido PEC 4.
Violencia
Según escribo, una crisis de sentido me atraviesa. Es leve, quizás porque la entiendo, reconozco el patrón y estoy gestionando el proceso intentando no entrar en bucle, o quizás porque vivo en esta parte del mundo donde el privilegio nos sostiene. Pero es recurrente, de tanto en tanto algún episodio conflictivo en mi trabajo dispara la espiral.
Alain Ehrenberg, en “La fatiga de ser uno mismo: depresión y sociedad”, sostiene que “el individuo moderno se halla en guerra consigo mismo: para mantenerse unido a sí mismo debe estar separado de sí. De la política a la intimidad, la conflictividad es el núcleo normativo del modo de vida democrático”. Este conflicto, esta guerra, define mi momento y la violencia que enfrento de igual manera me une y me separa de mi existencia.
Según escribo, mi mujer, limeña, llora porque ve en Twitter que el ejército está entrando en la universidad de San Marcos de Lima para detener a los protestantes que han venido de provincias a exigir la convocatoria de elecciones. “¿Quién les va a ayudar?” dice ella entre lágrimas, rabia e impotencia. Yo no sé que decir, no sé que sentir, no sé si siento algo, no sé si puedo. Extrañamente solo recuerdo a Franco Berardi, cuando en “La Fábrica de la Infelicidad” nos habla del cibertiempo como “el tiempo necesario para que el cerebro humano pueda elaborar masa de datos informativos y de estímulos emocionales”. Reconozco entonces mi estado en sus palabras, me siento aplastado por la realidad, incapaz de reaccionar.
“Nuestra violencia es existir” reza uno de los presentimients que desde Espai en Blanc nos presentan en su conferencia sobre las politizaciones del malestar. La violencia de los protestantes peruanos es existir, su condición incómoda para el gobierno es que existan como oposición a su acto antidemocrático. De la misma manera que grupos marginados, excluidos, periféricos, son violentos para las élites del sistema por su propia pertenencia a un grupo concreto. El malestar de respuesta de los protestantes, es el malestar social del que López Petit nos habla en “La movilización global”, es existencia violenta hacia fuera, como respuesta a la violencia del sistema que genera malestar personal, en este caso rabia ante quienes impunemente cercenan sus derechos.
En mi caso la violencia emana de lo que significa mi propia existencia. Por las opciones que mi vida encarcelada, volviendo a López Petit, me deja ante mi conflicto, auto-explotarme o servir. Auto-explotarme persiguiendo un propósito inalcanzable que le he comprado al neoliberalismo, convirtiéndome así en arquetipo de la sociedad del cansancio que describe Byung-Chul Han en sus libros. O asfixiar en mi vida el sentido para simplemente aceptar una servidumbre que me aliena de mi naturaleza ávida de libertad y dirección.
“La vida es el campo de batalla” apunta acertadamente López Petit. En gran parte porque como vemos, la mera existencia produce que la vida sea sujeto y objeto de violencia, y esto define la crisis de la existencia que atravesamos. Esta violencia nos expulsa dolorosamente de nuestra vida, somos desahuciados agresivamente hacia un bucle de introspección destructiva que se retroalimenta y que tiene el peligro de reverberar la violencia contra nosotrxs mismxs indefinidamente. Este bucle además toma forma en malestares de distinto tipos en función de nuestra respuesta a la agresión. Recordando el texto de Alain Ehrenberg podríamos decir que la depresión es el bucle de la insuficiencia como respuesta. La adicción, el bucle compulsivo, dependiente, como respuesta a la insuficiencia. Podríamos añadir entonces que la ansiedad sería el bucle del pánico, y el odio el de la rabia.
Pura Sánchez Cano, mi madre, psicóloga y coach con décadas de experiencia profesional, ante estos bucles sostiene que en cualquier caso la emoción de fondo es la rabia, el dolor. Y que la rabia aparece cuando se traspasan límites, es decir, cuando alguien traspasa el constructo establecido de lo que nosotros consideramos como frontera, nuestro espacio personal, moral, económico, permitido, o cuando nosotros mismos lo hacemos, por debilidad, por torpeza, o porque nos vemos forzados. Tiene sentido, la expulsión de nuestra existencia es sin duda una violación del espacio al que llamamos nuestra vida.
Ante esta violencia de la existencia se nos presentan entonces tres primitivos caminos:
La huída, replegar nuestro espacio, convertir la rabia en tristeza por reconocernos insuficientes para ser sujetos de nuestra vida, por reconocernos derrotados. Y de esta insuficiencia, como dice Ehrenberg, depresión.
El bloqueo, por entrar en pánico, haciendo que la existencia nos aplaste por no poder movernos. Ansiedad entonces, como respuesta psíquica a la compresión. Nuestro bucle implosiona en un bucle de miedo que se retroalimenta, pues la única manera de que nuestra mente escape de la presión es perdiéndose en el espacio del miedo, como mecanismo paradójico de autodefensa inconsciente. Igualmente, cuando el miedo amaina aparece la rabia, pues aunque de manera tardía reconocemos la agresión y desde ella, emprendemos huida y tristeza por la derrota o lucha y respuesta.
La pelea, que convierte la rabia en odio hacia lo que nos expulsa de nuestra existencia a través del conflicto. Pero también en odio a la vida, volviendo a López Petit, debido a que sea la vida el escenario donde se produce la agresión, y por ende, al hecho de negarnos refugio alguno ante la violencia.
Los manifestantes de Perú politizan su rabia, su malestar personal, en malestar social y resistencia, tal como nos pide López Petit. Yo convierto mi rabia en tristeza por elegir rendirme, servir, y conformarme con el hecho de que mi venta cuanto menos me ofrece un buen trato. Y aunque no me creo la falacia de la resiliencia, ni caigo en la narrativa de la normalización del malestar como fuerza del emprendedor ave fénix, tal como nos previene Ester Jordana de Espai en Blanc, agradezco el aprendizaje y la esperanza de que quizás mi malestar haya de trascender en algún momento y politizarse, quizás con este escrito, quizás cuando vuelvan las fuerzas en alguna otra acción concreta.
Entonces, como dice López Petit, “existe un espectro de malestares que el propio movimiento de la movilización global oculta. Pero de las grietas de la realidad salen gritos. Salen los gritos del querer vivir. Son gritos de rabia. ¿Es una ilusión creer que todos los malestares son en verdad uno solo, que efectivamente existe una nueva cuestión social?”. Es cierto, todos los malestares son uno sólo y generan gritos de rabia, pero lo importante es entender esa rabia y trabajar en la dirección y el producto que generamos desde ésta, pues las posibles divergencias, como hemos visto, pueden llevarnos a lugares muy distintos y contradictorios.
Quizás los protestantes peruanos hayan convertido su malestar en una colectividad a la que alabar por su defensa de la democracia. Pero hasta que punto su reacción no es similar a la de los asaltantes de Brasilia seguidores de Bolsonaro si la analizamos desde su perspectiva. El malestar social también puede ser, y de hecho principalmente lo es, explotado y manipulado en vectores de sentido que no generan precisamente alivio de los conflictos que lo generan, más aún, echan más gasolina a la crisis de existencia. ¿Qué escenario tendríamos con un Bolsonaro restituido por el golpe de estado enraizado en el malestar de los que creyeron los comicios amañados?
Quizás yo esté intentando convertir mi malestar en objeto político como nueva forma de lidiar con él. Pero en el pasado fui preso de la narrativa del desarrollo personal, del emprendedor, de la solución individual, compré sin reparos el discurso terapéutico del que habla Eva Illouz en “La salvación del alma moderna: terapia, emociones y la cultura de la autoayuda”. Y ahora coincido con ella en su crítica, así como con la crítica comunitarista que nos presenta.
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Ante esta violencia existencial que sufren las mentes, pero también los cuerpos, es peligroso y hasta macabro, defender cualquier discurso que en última instancia no hará otra cosa más que intensificar la crisis de la existencia. Es reto entonces ayudar a los que se forman y establecen como ayudadores, haciéndoles ver que su discurso ha de integrar la respuesta a través de la colectividad y la politización del malestar. Así como también defendernos de aquellos que intentan secuestrar el malestar social.
Cansancio
El segundo componente de la crisis de existencia es el hecho de que la propia existencia hoy, produce cansancio existencial. Esto es así porque la violencia existencial aparte de episodios con picos de conflicto, es mantenida en el tiempo en tanto que está unida a nuestra existencia. Debido a que el sistema capitalista produce violencia también por existencia, por su propia naturaleza, no sólo por acciones de agresión concreta, y esto va minando las energías del sujeto hasta generar el cansancio que deviene en malestar.
Illouz radiografía los componentes de este sistema que nos agota de manera muy certera a través del paralelismo que establece entre modernidad y la doctrina terapéutica.
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Inmersos en este escenario erosivo, además se nos apela permanentemente y desde todos los frentes a que construyamos nuestra propia vida, haciendo una ejercicio de responsabilidad e iniciativa, pues como bien sostiene Alain Ehrenberg, son los principios en los que se funda la nueva norma de la sociedad. Dicho de otro modo, se nos fuerza a la continua movilización, tal como explica López Petit.
El cansancio entonces devendrá en distintos tipos de malestar dependiendo en cómo cada persona afronta, e incluso balancea, la obligación de ejercer esta responsabilidad e iniciativa. La depresión la sufren aquellxs que enferman de iniciativa, de propósito (hasta de sentido). La ansiedad aquellxs que enferman de responsabilidad.
Ehrenberg, pero más aún “La Sociedad del Cansancio” y “La Expulsión de lo Distinto” de Byung-Chul Han nos ayudan a demostrar esta tésis con respecto a la depresión. Han nos habla de los peligros de entrar en un continuo dirigirse y de enfermar de propósito. Este exceso de iniciativa nos lleva a deshabitar el presente para vivir absorbidos por el futuro perseguido que se convierte en lo único importante. Y por tanto, en un agujero negro de la atención que hace desaparecer los demás aspectos de nuestra vida. Viviremos entonces en un bucle narcisista monotemático que te impide ver al otro, que genera, por ser lo único que experimentamos, el cansancio del yo. Este estado en sí mismo, también como lo apunta Ehrenberg, es sinónimo de depresión. Es decir, a algunxs, la movilización global nos pone en dirección hacia propósitos trampa irreales e inalcanzables que nos alejan de nuestra propia vida para acabar perdidos en un bucle de yo que nos agota y deprime.
La ansiedad en cambio, enraiza en personalidades que en gran parte se construyen en torno al miedo. Es muy probable que dispongan de mayores capacidades para desarrollar altas sensibilidades y altos niveles de conciencia, lo cual les permite percibir más y en mayor profundidad. Esta condición desplegada a través de una existencia permanentemente violentada por el sistema capitalista como ya hemos visto, y permanentemente expuesta al miedo y shock que el propio sistema genera de manera ubicua y constante como herramienta de control (tal como sugiere Naomi Klein en “la doctrina del shock”), pone a este tipo de personas en un continuo estado de alerta.
Vivir en estado de alerta es vivir en un estado de hipersensibilidad enfermiza en el cuál todo es potencial de abrumar y de producir agobio si no se cuenta con las fuerzas necesarias para reconducir y afrontar el miedo. Ante este hecho, este tipo de personalidades eligirán la vía de la responsabilidad como respuesta a su miedo subyacente, exagerando su necesidad de control, pues si controlan, entienden que estarán a salvo. Pero esta huida hacia delante está condenada al fracaso, pues el control total agota y además es imposible. Entonces la realidad, nuestra existencia, nos acaba aplastando para que se presente de nuevo la ansiedad y el bucle del pánico como vía de escape.
Tal es el nivel de relación de la responsabilidad y la ansiedad que ésta, contra intuitivamente implosiona principalmente cuando descomprimimos y no en el momento de mayor presión y estrés. La persona que sufre este malestar, responsable e inconscientemente, deja su colapso para tiempos de descanso. El pánico se dispara en el agotamiento porque al vernos descansando no nos reconocemos en un estado de no tensión, de no control, y nos aterra entonces haber bajado la guardia. Se produce en ese momento una aceleración fortuita de la alerta desde la calma que nos hace colisionar violentamente con una realidad vacía de control, o lo que es lo mismo, con un espacio que se puede llenar con el todo. El todo, de nuevo nos aplasta, y la compresión que se produce deviene en ansiedad.
Como vemos, ambas patologías enraizan en el cansancio existencial y más aún, en las condiciones subyacentes a la propia existencia de iniciativa y responsabilidad. El problema del cansancio existencial sin embargo radica en el hecho de que se arraiga en una violencia que no nos es fácil de percibir, haciendo difícil que se desarrolle en rabia, negando el odio a la vida de López Petit. La herida no es evidente, no sabemos de dónde nos viene lo que nos pasa.
Tampoco aquí el léxico terapéutico ayuda, es corto de miras ya que “despolitiza problemas que son sociales y colectivos” como nos enseña Illouz, o porque “al privatizar los problemas de la salud mental y tratarlos solo como si los causaran los desbarajustes químicos en la neurología del individuo o los conflictos de su contexto familiar, queda fuera de la discusión cualquier esbozo sistémico de fundamentación social”, como nos dice Mark Fisher en su libro “Realismo capitalista”. Ni el martilleante léxico neoliberal, que basado en la falacia de la meritocracia está diseñado para esconder la agresión de su planteamiento. Es difícil por tanto generar vías de escape sin deconstruir el rizoma existencial donde el malestar se ancla.
Del análisis de Han extraemos que para romper el bucle narcisista que puede devenir en depresión tenemos que agarrarnos a la experiencia del otro. Silenciar nuestro discurso y esforzarnos por seguir el rastro que el otro nos tiende, y con esto abrir un agujero en la burbuja que nos bloquea y nos encarcela para que nuestro yo sea libre y descanse.
Para la ansiedad hay que atacar primero el exceso de responsabilidad, que se diluye cuando transitamos el camino del delegar en su más amplio significado, del compartir. Es decir, dejamos que otrxs compartan la carga, nos reconocemos y nos recordamos finitos, elegimos nuestras responsabilidades, dejamos ir, y con esto aprendemos a vivir sin control buscando la colectividad como refugio y defensa para lo que nos asusta.
Es curioso que ambas patologías del yo, uno cansado y otro asustado, se resuelvan de la misma manera a través de la conexión genuina y sin filtro con el otro. Pero tiene sentido, pues antes que nada el sistema neoliberalista lo que genera es individualización, y es entonces que quizás estas patologías no son más que manifestaciones de esta individualización devenida en soledad existencial. Más aún entonces, el camino es en definitiva politizar el malestar para compartirlo, construir lo común para querer vivir como nos dice López Petit. Querer vivir, que es además el camino para luchar contra el miedo que nos da la vida, si realmente queremos vivir no podemos temer a nada, pues todo lo que viene, lo bueno y lo malo, es vida.
Vacío
Ester Jordana denomina a las enfermedades que aquí estamos tratando (y a otras), enfermedades del vacío, recordando a Lipovetsky, gran explorador de este vacío.
En su libro “La Felicidad Paradojica”, Gilles Lipovetsky habla sobre el concepto de “vacío existencial” en la sociedad postmoderna. Según Lipovetsky, la sociedad postmoderna se caracteriza por la falta de metas y valores tradicionales, lo que lleva a una sensación de vacío en las personas. Este vacío existencial se debe a la ausencia de un sentido de propósito o dirección en la vida, lo que lleva a una sensación de insatisfacción y tristeza. Lipovetsky argumenta que en una sociedad que valora el consumo y la superficialidad, las personas se ven obligadas a buscar constantemente nuevas experiencias y objetos para llenar este vacío, de manera similar a como López Petit nos dice como “la propia movilización produce más y más vacío. Mediante el consumo este vacío será llenado de cosas. Por esa razón, el vacío en la época global es un vacío lleno que ha perdido toda dimensión trágica” y todo esto puede conducir a un ciclo interminable de insatisfacción.
La tercera clave de la crisis de la existencias es el hecho de que esta existencia ha sido vaciada, primero por que se nos expulsa de ella y segundo porque se vacía de sentido.
Volvemos al la vida como campo de batalla, si la vida ha sido privatizada como menciona Illouz cuando define la modernidad, seremos desahuciados de ella. En la era del mercado nuestra vida no queda al margen, por ser objeto también del extractivismo neoliberal o por el hecho de auto-explotarnos habiendo comprado la falacia del mérito/éxito/propósito. Si como tal, nos están expulsando de nuestra existencia como decíamos en el primer punto, sin duda será nuestra vida el terreno para la resistencia. Pero para re-ocupar nuestra vida, esta ha de tener un sentido, y esto hoy también está en crisis.
La vida está vacía de sentido porque desde nuestra vida encarcelada es imposible la lucha. Vivimos “la imposibilidad de expresar una resistencia común y liberadora ante la realidad que nos oprime”, como nos dice López Petit. Bien porque la política aún no encuentra el campo de batalla correcto, porque “no hay alternativa a la modernización capitalista”, porque “los grandes sujetos políticos han sido desarticulados”, como nos explica al hablar de postpolítica. Bien porque el imaginario cultural neoliberalista es un totalitarismo, y como nos recuerda Masha Gessen rememorando a Orwell en una su conferencia en el CCCB “La Imaginación y la Democracia”, el totalitarismo mata la imaginación y por lo tanto somos incapaces de visualizar una alternativa. Cómo también nos apunta, Mark Fisher, Jameson o Zizek. O bien porque “tenemos que actuar en una situación en la cual los procesos decisivos son infinitos, ingobernables, y las mutaciones tienen carácter fractal y recombinante” como dice Franco Berardi, por lo que es inocua cualquier oposición frontal.
Entonces, desde nuestra vida encarcelada podemos bien rendirnos al contrasentido de que no tenga sentido, y dejar que el vacío existencial nos invada y derivemos en depresión por pura tristeza de que la vida sea sólo esto (recordando al taxista de Ester Jordana), o en ansiedad por miedo a la incertidumbre, al propio vacío, y a una vida que no es más que espera de la muerte. O bien comprar el discurso neoliberal sabiendo que el exceso propósito por el que nos explotemos de igual manera puede devenir en cansancio y depresión, o en responsabilidad y ansiedad. Teniendo en cuenta también que, como nos dice Franco Berardi, “No tiene ningún sentido proponerse finalidades, objetivos, cuando uno se mueve en un océano en el que todas las islas que vemos en el horizonte son flotantes y se desplazan con velocidad diferente e imprevisible.”
Ante esta vida bloqueada entonces, ante esta existencia que nos es violencia, vacía y que nos condena al cansancio existencial, quizás sólo nos queda la opción de ir en contra de nuestra propia vida, de dejar que ésta se rompa, de abrazarnos al quemar la vida de López Petit.
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BIBLIOGRAFÍA
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EHRENBERG, Alain. La fatiga de ser uno mismo: depresión y sociedad, Buenos Aires 2000: Nueva visión.
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FISHER, Mark. Realismo Capitalista ¿No hay alternativa?. Buenos Aires 2018: Caja Negra
LIPOVETSKY, Gilles. La felicidad paradójica. Barcelona 2007: Anagrama