En primer lugar, quiero dejar bien claro, y para que no le quepa ninguna duda a quien lea estas líneas, que para mí la honestidad es la mejor política. Los que me han precedido me han enseñado que la parte determinante de una obra es su comienzo y que, en la medida que éste es bueno, las partes que lo siguen pueden llegar a serlo. Lo contrario no funciona. Situados en este punto no se me ocurre mejor forma de empezar que tomando la verdad como punto de partida de este nuevo ensayo. Por esta razón, y antes de entrar a fondo en la cuestión que nos ocupa, debo hacer una breve, pero sincera, confesión. Y, ésta, es la siguiente.
Ésta es mi primera vez. Hasta la fecha no he escrito ningún ensayo de verdad. Sí que es cierto que he realizado varias tentativas y muchos borradores sobre temas diversos y variados. Dichos esfuerzos preliminares, que bien se pueden definir como ensayos previos, ya que han sido de reducido alcance y poca envergadura, me han servido para poner un poco de orden a la amalgama de pensamientos y vivencias que a lo largo de mi vida he ido recolectando y sembrando. Si ahora la tarea culmina con éxito será gracias a los esfuerzos previos que no tuvieron éxito, a todo lo que de ellos he aprendido y a mi continuada e insistente perseverancia. Es así como se ganan las guerras. Así pues, con toda certeza, descubrirás algunos errores y no pocas imprecisiones. Es algo normal cuando uno es novel. Por ello, serán una prueba de lo que aquí se expresa y refleja es real. También encontrarás, a buen seguro, alguna parte extensa y algo difícil e, incluso, incomprensible. En todo caso, no detengas la lectura de la misma hasta llegar al final. No importa si tropiezas con estos obstáculos durante el recorrido. Sigue adelante, pues cuando llegues al final, espero que todas tus dudas previas se hayan despejado, veas el conjunto con toda claridad y disfrutes de la misma serenidad que yo mismo he alcanzado al escribirlas. Si es así, entonces, habré logrado mi victoria.
Si uno analiza con detalle la vida de los seres humanos se percata con asombro de la siguiente cuestión. Todos nacemos de forma igual, pero somos completamente distintos. Por el contrario, nuestras formas de morir son totalmente diferentes, pero todos llegamos a la muerte por igual. Si uno observa el acto de nacer de cualquier persona se dará cuenta que en lo esencial es semejante para todo ser humano. Nos engendra una pareja de progenitores, permanecemos resguardados alimentándonos y creciendo en un espacio protegido y adaptado a tal propósito y, al final, al cabo de un periodo aproximado de nueves meses nos asomamos al mundo exterior totalmente desprotegidos, pero con la energía vital suficiente para que esa primera toma de contacto con la realidad se transforme en un poderoso y sonoro llanto. Nadie recuerda este instante tan determinante de su vida, pero todos somos conscientes de que nuestra irrupción en este mundo y el inicio de nuestras vidas se ha producido de una forma parecida a la que acabo de describir. Es decir, todos nacemos e iniciamos nuestra vida de igual forma. Sin embargo, nuestra esencia, aquello que acabará configurando de forma decisiva y concreta nuestro ser y devenir, es completamente distinta. No existen dos seres humanos iguales. Somos irrepetibles. Tenemos un proyecto vital único.
En el otro extremo de nuestro viaje vital tenemos el momento de la muerte. A él todos llegamos de forma totalmente distinta. Unos lo hacen a una edad avanzada, otros lo hacen a una edad temprana o inusualmente prematura de acuerdo a la esperanza de vida propia de la época considerada. Para unos el momento de abandonar la vida se alarga de manera lenta y exasperante y para otros se produce de forma rápida y fugaz. En unos casos el tránsito es doloroso y amargo, en otros es sereno y tranquilo. En fin, se podría decir que no hay dos muertes iguales de igual modo que no hay dos vidas iguales, pero en todos los casos el desenlace es el mismo. La vida termina y con ella la trayectoria vital de la persona llega a su fin. Todos nuestros actos se acaban y nuestra esencia desaparece. Aquello que éramos en potencia ya se ha desplegado y hasta donde haya podido llegar es lo que habremos dejado como legado en este mundo. Nuestro cuerpo se transformará, pero ya no volverá a ser lo que en su momento fue. Nuestra alma, libre ya de su relación con nuestro cuerpo inerte, tendrá un destino que nuestra limitada razón no alcanza a vislumbrar. De nuevo nadie se acuerda de este instante tan determinante de su vida, pero todos somos conscientes de que la marcha de este mundo y el fin de nuestras vidas se producirá de una forma análoga a la que acabo de explicar.
De ambos eventos —nacimiento y muerte— no tenemos una experiencia o sensación propia que nos permita recordarlos, pero sabemos con certeza de su existencia ya que sin ellos nuestra vida y la del resto de la humanidad no sería posible. Cuando nacemos no sólo empieza nuestra vida, sino que también da comienzo nuestra muerte. Del mismo modo cuando morimos no sólo termina nuestra vida, sino que nuestra muerte llega a su fin. Por todo ello, podemos entender que la vida deviene nuestro campo de batalla. No solo porque en ella se pone en juego nuestra existencia y la de los otros, sino porque también cada día renace en todos nosotros el mismo conflicto: vivir o morir.
Mi nacimiento fue mi primer acto de guerra. Llegué a este mundo sin quererlo, pues nadie me consultó. No solo fue un acto contra mi voluntad, sino que fue, a la vez, el causante de la primera muerte. Al ser el primogénito provoqué la generación de anticuerpos en mi madre que, junto con un grave error médico posterior, fueron los responsables de poner fin a la corta vida de mi hermano algo más de un año más tarde. Una vacuna disponible suministrada a tiempo habría cambiado la historia de nuestras vidas. Pero, eso, ahora poco importa ya. No podemos pensar, no podemos morir, en definitiva, no podemos vivir si antes no nacemos. Y este acto se encuentra fuera del ámbito de nuestra libertad individual, ya que es fruto de la voluntad de nuestros progenitores y de otros previos a ellos y ante el cuál no somos preguntados ni requeridos y, por tanto, en lo que hace referencia al mismo no tenemos la capacidad decir: No. ¡No podemos rechazarlo! En definitiva, nuestra libertad, que es condición de posibilidad de nuestra existencia, subyace en la libertad de muchos otros previos a nosotros mismos sin los cuales nuestra existencia no sería posible. No hemos escogido ni dónde, ni cómo ni cuándo nacer, pero ahí estamos. Nadie ha podido nunca ejercer su libertad y negarse a nacer, a realizar este acto que es tan enteramente único y propio de uno mismo y que tan sólo él puede realizar. Por tanto, se produce la paradoja de que nacemos sin libertad, pero con ello logramos aquella libertad que nos permitirá existir en esta vida mejor o peor en función de cómo hagamos uso de la misma junto a los demás.
De pequeño mi abuelo, las pocas veces que yo hacía el remolón para terminar algún plato de los que no me gustaban, solía decirme: “¡Una guerra deberías pasar!”. Lo señalaba no como un deseo, sino como un recordatorio y una advertencia. Su padre, mi bisabuelo, cuando él era pequeño le había realizado las mismas consideraciones ante la misma situación, pero en su caso esa advertencia se convirtió una realidad. Mi abuelo, que me quería mucho y deseaba lo mejor para mí, me lo contaba rememorando las penurias que sufrió durante la guerra. Por su parte, mi padre guardaba otro tipo de recuerdos de la guerra, pues cuando ocurrió él era todavía un niño. Esta circunstancia, a pesar de parecer favorable, le hizo sufrir y le marcó sobremanera. Con el tiempo aprendí que lo que vivió y le transformó se podía encontrar más en sus silencios que en sus palabras. La consigna de su generación era callar, pasar página, borrar la memoria y mirar hacia adelante sin volver la vista atrás. Mientras tanto, en lo más profundo de cada uno, se iban gestando y alimentando unos fuertes resentimientos.
Desde que nací he vivido con esta historia y estos resentimientos sin haber sido arte ni parte en la creación y desarrollo de los mismos. Es una historia en la que no he participado y de la que no me siento culpable, pues en nada he contribuido a la misma. Pero, el hecho de que exista una historia de ambos bandos, que es distinta, denota que el conflicto persiste todavía. No hay vencedores ni vencidos, pues ninguna voz ha sido silenciada. La historia, al no poder acceder a ella de forma objetiva sino a través de los relatos, es, a su vez, un campo de conflicto mostrando varias narraciones acerca de lo que pasó que se diferencian entre sí. Narraciones muy distintas que, lo que ponen en juego cada vez que se narran, no tienen tanto que ver con lo que pasó, sino como con lo que está pasando en el presente. Es desde el presente que hacemos historia y, por tanto, en la medida que nos interpela en este presente que interpretamos la historia. La historia, en definitiva, no tiene que ver con el pasado, sino con el presente. Es más, no tiene que ver con el pasado, sino con lo pendiente, con aquello que se quiso estructurar en una sociedad y de algún modo quedó fuera porque perdió, porque quedó derrotado.
En mi adolescencia empecé a tomar consciencia de otro tipo de guerras. Las de las bandas terroristas. Las que se libraban en un campo de batalla distinto, que generaban terror con poco y causaban un gran impacto en la población civil a través de los medios de comunicación. Era una guerra asimétrica donde el campo de batalla se daba tanto a nivel físico arrebatando la vida a varios inocentes como a nivel psicológico transmitiendo las imágenes de destrucción y barbarie del atentado con el único propósito de que su consumo genere un estado de schock emocional produciendo en la población, de forma simultánea, sentimientos de rabia, dolor, impotencia y miedo, a la vez que deseos de venganza, justicia, reconocimiento y reparación. Todo a la vez. Pues, cualquiera en cualquier momento podría ser víctima de esas acciones por estar en el lugar equivocado en el momento equivocado. Más adelante, estas guerras terroristas, restringidas al ámbito de la política nacional, las vi evolucionadas y reconfiguradas en el ámbito internacional bajo la esfera religiosa a manos de unos soldados que, sin ningún temor a perder su vida, parecían surgir de la nada. Eran los yihadistas.
Pero, esos soldados no nacían de la nada. De la nada no sale nada en la Modernidad, ya que el poder y la autoridad que en la Edad Media estaba en manos de Dios, en la Modernidad se encuentra repartido y acogido en toda la humanidad. Estos soldados son hijos de esta humanidad, que ha permitido que no pudieran arraigar ni en un mundo, el originario de su familia, ni en el otro, el mundo occidental donde han crecido. Este doble desarraigo les ha convertido en presa fácil para ser captados y adoptados bajo condiciones perversas. Más concretamente, el no arraigo en la sociedad musulmana de sus antepasados los hace tener una falta de referentes y de conexión con su cultura de origen. Parten de una primera negación de su yo. No son musulmanes ni pretenden serlo. Cuando intentan ser adoptados por la cultura occidental moderna lo hacen para llegar a tener un sentido a su vida, que hasta entonces no han encontrado. Pero, ésta no es capaz de ofrecerles ni darles una identidad en la que se puedan cobijar. Los vuelve a negar y les cierra la posibilidad de elaborar un sentido vital. No es que, como muchos inmigrantes, tengan un pie en cada cultura y, en el fondo, no se sienten considerados ni integrados plenamente en ninguna de ellas. Lo que les pasa es que no tienen ningún pie que pise tierra firme ni nada sólido donde caer en el salto mortal en que se acaban convirtiendo sus vidas.
Eso sí. Les han quedado dos ventanas abiertas ante este doble cierre de puertas. Si en el primer caso se pueden acoger a una cierta idea del islam, en el segundo lo único que recogen es la capacidad de tener poder y ser conscientes de cómo este puede suplir sus angustias existenciales. Es entonces cuando el estado islámico puede ofrecerles las dos cosas que desean a la vez. Una idea del islam, muy sesgada, junto con el poder de la sociedad occidental. Tienen un pack completo. Sentido de la vida a través de la yihad y los medios para lograrlo: mujer, casa, dinero, trabajo, prestigio, etc. Es una oferta muy seductora para alguien que no es nada y no tiene nada. Hemos negado personas y hemos creado mitos. Guerreros que no les importa morir en busca de la inmortalidad a través del recuerdo eterno. Su motor no es otro que la venganza y nosotros somos los destinatarios de la misma.
La preparación, escenografía, montaje, ejecución y reproducción de sus atentados no es sólo un acto de exhibicionismo y narcicismo. Es una barbarie que sólo cobra sentido y tiene valor cuando la sociedad occidental, tan ávida de novedades y productos, consume la grabación con una perplejidad, sorpresa y horror que revaloriza la obra y el artista que la ha ejecutado con tanta perfección y crueldad. Sólo una sociedad materialista y consumista puede poner y dar valor a las acciones de unos jóvenes que había menospreciado e infravalorado. Ellos saben de nuestra debilidad como sociedad porque son sus hijos abandonados que han buscado su suerte y su gloria eterna en una guerra que los hará inmortales. Ésta es su manera de vengarse. No luchan por unos ideales, una causa o una religión. Hacen la guerra para vengarse de haber sido huérfanos dos veces. De la cultura de sus padres y abuelos y de la cultura donde nacieron y crecieron. Este doble desarraigo, este doble vacío, este doble abandono los hace tan vulnerables que son capaces de cualquier cosa.
La tecnología con la que llevan a cabo sus acciones es fruto de nuestro tiempo. Su poder se basa en la innovación al utilizar simultáneamente medios opuestos y complementarios en su ejercicio del terror. El miedo lo difunden utilizando al mismo tiempo una violencia visible que nos muestran a través de sus atentados y sus vídeos y una violencia invisible que surge al imaginar nosotros cuando pensamos de qué pueden ser capaces. La violencia se convierte al mismo tiempo en frontal y directa, pues se experimenta y se sufre en primera persona y, al mismo tiempo, es viral y mediada, ya que se difunde y se recibe a través de la red. Es también una violencia real, ya que ocurre de manera concreta en un lugar y un tiempo, pero, a la vez, es virtual ya que el producto se puede consumir por internet a cualquier hora, desde cualquier lugar, desde cualquier pantalla. Además, es una violencia primitiva, ya que hace uso de las herramientas más antiguas y simples y, al mismo tiempo, es una violencia sofisticada, ya que aprovecha hasta el extremo los últimos avances en las tecnologías de la información y las comunicaciones. Todo esto hace que sea una violencia tanto física como psíquica. Esta peculiar característica, de contraposición dada al mismo tiempo entre diferentes categorías, hace que su ejercicio de generar miedo y propagar el terror sea único debido a su creatividad y capacidad de innovación.
Durante mi juventud empecé a llegar a la conclusión que cada vez las guerras son más sofisticadas, más sigilosas, más invisibles. Son casi imperceptibles, pues el campo de batalla pasa a ser la subjetividad. Ya no se trata de movilizar tropas y tanques ni realizar bombardeos selectivos sobre objetivos militares para debilitar al enemigo o sobre la población civil para desgastar la moral del adversario. Se trata de controlar la mente. Ése es el nuevo territorio en disputa. No es ruidoso, es sutil y sofisticado.
Estudié ingeniería de telecomunicaciones para entender, diseñar y construir sistemas que permitieran la transferencia de información de cualquier tipo de un lugar a otro del planeta. La tecnología sólo es una herramienta. Es algo vacío. Esa es su utilidad. Su beneficio se encuentra en cómo se llena ese vacío. En cómo se utiliza. Mi proyecto final de carrera fue de fotografía. Obtener imágenes de la Tierra ya sea de día o de noche, bajo cualquier condición meteorológica a través de un radar a bordo de un satélite con el objetivo de realizar tareas de teledetección (seguimiento de cultivos, propagación de incendios, control de mareas, etc.). Aprendí, también, que la tecnología puede tener otros usos no civiles que perjudican a las personas, dañan a colectivos, hieren a la humanidad. Fruto de esta carrera académica y mientras realizaba el servicio militar en tareas de inteligencia y contrainteligencia me sucedieron dos cosas singulares. Por un lado, me galardonaron con el premio al mejor ingeniero novel de telecomunicaciones y, por otro, me ingresaron en un hospital militar en el área de psiquiatría. La segunda me impidió acudir a la celebración de la primera y cambió radicalmente mi vida.
Soy bipolar, padezco un trastorno bipolar o me han diagnosticado esta afección. ¿Qué más da? Así le llaman a mi manera de ser, a mi forma de pensar, a mi manera de comportarme. Trastorno que oscila entre un estado de ánimo depresivo a otro de euforia. Una etiqueta, un diagnóstico, un estigma. Más bien una forma de cubrir la ignorancia del hombre en su paso por este mundo. Dicen que no existen enfermedades sino más bien enfermos. Tengo curiosidad por muchas cosas y me apasionan otras tantas. La filosofía es una de ellas. Mi talento natural me abrió las puertas de un mercado laboral que en aquel entonces precisaba de mucha gente bien preparada, ambivalente, flexible, capaz de adaptarse a una gran variedad de situaciones, ambiciosa y con ganas de comerse el mundo. Desarrollé una carrera profesional como consultor en los ámbitos de tecnología, negocio y externalización de procesos trabajando tanto en multinacionales de diversos sectores, como para Pymes y ONGs, tratando de entender problemas diversos, asumiendo el reto de resolverlos y aportando soluciones a los mismos gracias al trabajo en equipo. Todo
ello, junto con mi etapa en la facultad, fue conformando y moldeando mi subjetividad. El conjunto de mis concesiones, en cuanto a ascensos, mejoras de condiciones salariales y más calidad de vida fue conformando mi manera de ser. Pero, si alguna cosa la acabo definiendo y consolidando fueron también mis renuncias. Todo aquello en lo que no iba a ceder ni dejar de ser y hacer. Pues, al fin y al cabo, todo el proceso te llevaba a quedar institucionalizado. Es decir, estar a merced y ser prisionero del propio sistema. En este caso el capitalismo. Es así como actúan los dispositivos de poder sobre cada uno. Las guerras económicas y financieras se libran de esta forma y sus campos de batalla son lujosos despachos donde los ejecutivos de las grandes multinacionales cierran sus acuerdos estampando su firma con bellas estilográficas o realizando negociaciones a través de mensajes con sus teléfonos móviles de última generación. Al final, unos ganan y otros pierden por mucho que se resistan. Los primeros, haciendo uso de su poder, generando más desigualdad, mientras que los segundos son desechados del sistema, pues dejan de ser útiles. Su vida ya no vale nada. Se torna precaria y frágil. Es entonces cuando la violencia se hace presente, cobra un lugar que se manifiesta como la explotación y la exposición del carácter vulnerable de todo ser humano.
Todos estos procesos que he descrito se llevan a cabo gracias a dispositivos de comunicación, pues es a través de los mismos como las estructuras de cualquier poder operan sobre cada uno de los individuos. La comunicación, por tanto, es estructurante de la subjetividad que es la forma en la que las personas nos forjamos y nos constituimos como lo que somos. Es decir, la subjetividad se podría entender como nuestra forma de ser y estar en el mundo. Nuestras prácticas, nuestras acciones, nuestros hábitos, las reflexiones, los objetos de preocupación individual y colectivo. Eso es la subjetividad. Por eso es tan importante, ya que es mucho más que un rasgo psicológico o emocional. Es donde reside el poder y, por ello, tiene un estatuto político. Las subjetividades son nuestras prácticas, nuestros hábitos significativos, aquellas disposiciones de nuestra voluntad que se comprometen en el tiempo con su permanencia. Las cosas que hacemos permanentemente. Son nuestra forma de reflexionar y sobre qué reflexionamos. Que cosas nos preocupan como individuos y como colectivos. Expresan valores, formas y concepciones de ver el mundo y cuando se confrontan unas contra otras se ponen en juego distintas formas de entender la realidad, maneras de transformarla y, sobre todo, posibles medios de cuidar lo común.
La subjetividad es una categoría política intangible, pero que tiene cuerpos. El control mental es el control de los cuerpos, de las personas, de los colectivos, de las clases sociales. El disciplinamiento, el control mental de los cuerpos individuales y colectivos es el arte de la política de la dominación. Tenemos en este tipo de guerras la perfección de la técnica de dominación de una clase sobre otra. Si antes los sujetos de las guerras aparecían claramente como estados o corporaciones, ahora los sujetos en disputa son clases sociales, son cuerpos ideológicos que expresan una clase social. Lo que prima, sobre todo, es el interés de clase, no siendo ahora los estados y las corporaciones, que no son asépticos políticamente, otra cosa que expresiones de interés de clase que tienen ideologías y lo que intentan es implantar una visión del mundo favorable a su control de la economía, la política, los cuerpos, los recursos naturales. Por tanto, si por alguna cosa se definen estas guerras es por el interés de clase.
Las dinámicas de estas guerras tienen que ver con tres categorías: la información, la noticia y el mensaje. Son cosas relacionadas, pero distintas. No toda información acaba siendo noticia, pero sí toda noticia es parte de un mensaje. La información son los datos de diversa naturaleza, de distinto tipo que configuran y dan cuenta de un evento o de un conjunto de circunstancias. Cualquier práctica social genera un evento y, por tanto, información. Por ejemplo, el cierre de una empresa que deja miles de trabajadores en la calle, una protesta social contra el desahucio de una persona anciana, un acto de violencia sexual contra menores son eventos que generan información. Todo es información.
Sin embargo, la noticia es una selección de la información. ¿Quién, cómo y por qué se elige cierta información para convertirla en noticia? ¿Por qué hay otra información que no se convierte en noticia? Éste es el primer dispositivo de este tipo de guerras. El que marca la agenda. Pero, hay un segundo que es el formato. Es decir, como se transmite la información. Hay un primer nivel de decisión que define que información se convierte en noticia y cual no. Pero, hay un segundo nivel de determinación que es cómo se configura la información que se define como noticia. Por ejemplo, en la protesta social contra un desahucio en vez de hacer énfasis en la problemática social que se reivindica se hace noticia solo de un aspecto puntual como puede ser los pequeños disturbios ocasionados. Por último, en tercer lugar, está el mensaje, que no es sólo la transmisión de la noticia. El mensaje es lo que transmite la noticia. El mensaje es la carga subjetiva y, por tanto, la visión del mundo que está detrás de cómo se transmite la noticia. Ésta es la clave de la guerra actual. Es a través de la acción cotidiana, —no se trata tan solo de drones, big data, inteligencia artificial, etc.—, del flujo de información de los medios que van desplegando su acción para hacerse con el control de la subjetividad. Su objetivo es formatear, configurar y definir la subjetividad de cada uno. En la comunicación, por tanto, no hay neutralidad. La comunicación es un campo de disputa ideológico. Es un correlato de la lucha de clases y, con ello, cada individuo se enfrenta a unos encuentros y a unas transformaciones que van configurando su identidad.
Y ésta, en resumen, ha sido mi vida hasta día de hoy. Un conjunto de interacciones con la realidad que, a través de la comunicación, han ido conformando mi subjetividad, a la vez que, yo mismo con mis pequeñas aportaciones también he contribuido a formar y moldear la de los que se encontraban próximos a mí. No cabe duda que un mundo tan interdependiente la guerra por la subjetividad es global, se da en todas las escalas y afecta a todo el mundo. En este contexto, es posible pensar que la aportación individual de cada uno pueda parecer insignificante, pero el hecho de que nuestra realidad está plenamente y profundamente interconectada y relacionada hace posible que el realizar una acción comunicativa verdadera no sea tan solo un acto de resistencia, sino que también puede llegar a tener tal impacto en la formación de una subjetividad colectiva, que incluso llegue a ser capaz de conseguir un cambio en la conciencia de tota la humanidad.
Siempre he creído que un mundo en paz es posible. Pero la cruda realidad intenta demostrar diariamente que esa idea es tan sólo una utopía. Ahora bien, si tomamos como premisa de partida que en el juego de la guerra la única manera de ganar es no jugar a él, podemos llegar a entender que en el juego de la paz la única manera de ganar es no dejar de jugar a él. Esta conclusión y un firme propósito de llevarla a cabo es el espíritu con el que actualmente vivo mis días. Por tanto, espero y deseo que esta humilde aportación, que se manifiesta a través de estas breves confesiones, sirva para forjar una subjetividad global en la que el concepto de guerra ya no pueda ser pensado, al poder entender al otro en la medida en que nosotros somos, existimos gracias a que el otro existe y, puesto que esa hermandad existencial nos iguala, no nos queda otra alternativa que vivir en paz.