Yo no soy en absoluto una cosa, sino que soy una persona.
Ortega y Gasset
El hombre no es un ser abstracto, agazapado fuera del mundo.
El hombre es el mundo de los hombres, el Estado, la sociedad.
Marx
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El capital como problema, solución y legitimación existencial.
En mayo de 1963 salió publicado el libro “Eichmann en Jerusalén” de la filósofa Hannah Arendt y al que muy acertadamente se lo colocó el subtítulo de “Un estudio sobre la banalidad del mal” (Arendt, 2006). Lo que empezó siendo un encargo para narrar en las páginas del New Yorker el juicio a un militar de rango medio en la estructura nazi se acabó convirtiendo en un certero análisis de la existencia humana en un mundo contemporáneo estratificado, mecanizado y burocrático. Mi objetivo con este texto es reflexionar, salvando las debidas distancias de muerte y genocidio analizadas en el libro, sobre aquello que nos avisaba Arendt en su análisis de la banalidad en la existencia humana que nos puede llevar a aceptar y entender como otorgadora de sentido a nuestras vidas. Una banalidad que, en el caso de Eichmann, marcaba la aceptación acrítica de órdenes de sus superiores para la masacre de millones de personas y que hoy ha seguido fermentado en el contexto contemporáneo en la obediencia ciega a preceptos del capitalismo.
Es tal vez el tremendo hieratismo de Eichmann a la hora de narrar cómo desarrollaba sus funciones administrativas y funcionariales lo que causó la mayor conmoción en su audiencia. Una emoción que hoy podemos entender mejor gracias precisamente a esos artículos de Arendt que finalizaron en un libro. Eichmann argumentaba que él no hacía otra cosa que obedecer órdenes. Un contexto en el que la palabra de Hitler se había convertido en ley y sobre la que no hacía falta ningún apoyo por escrito (Arendt, 2006). Una idolatría al líder que hacía que cualquier deseo expresado por él acabase convirtiéndose en deseo colectivo de realización. Tal vez, en alguna conversación en su fuga en Argentina durante los años 50 con algún otro evadido nazi se sorprendiesen recordando sin emoción cómo ellos sólo hacían lo normal. Una normalidad fundada en la más absoluta falta de mirada crítica hacia aquello que se nos está pidiendo hacer. Plegarse aquí a la normalidad implica enfermar (Lucía Serra y Santiago López Petit, 2021) y se hace necesaria una crítica a lo normal. Con el carácter de un “vulgar cartero” como le denominó su propio abogado defensor (Arendt, 2006), Eichmann representa aún hoy un hombre común. Ese vecino simpático y agradable que siempre saluda en el descansillo y de quién sus vecinas aún no pueden creer que hubiese raptado, asesinado o violado a alguien. De alguna forma el aviso de Arendt respecto a esta banalidad que generaba una tensión extrema en el sentido de la existencia del ser, estudiado y encumbrado por los griegos, ha ido mutando hoy a una aceptación igualmente acrítica del capital como ordenante y juez de nuestras decisiones vitales.
Vivimos a través del consumo, ya sea de bienes materiales o inmateriales pero siempre en constante devenir consumista. De la creación de una idea de nosotros mismos en base a aquello que el capital pueda otorgarnos con su manto de mágica conversión de la propiedad en identidad. Una caverna platónica ultratecnologizada, monitorizada y exultante en creación de imágenes que potencian una banalización de nuestra propia existencia (Joler, 2020). Obreros proactivos de nuestras propias fábricas de infelicidad que diría Bifo (2003).
Es probable, o al menos vamos a imaginarlo a lo largo de estas líneas, que la mayor angustia de Arendt al estar presente a un genocida como Eichmann no tuvo que ver con la magnitud de sus atrocidades, ni siquiera con la vivificación de sus actos a través de imágenes o testimonios. Más bien, aquello que aterró en la absoluta profundidad de su humanidad a Arendt, fue la absoluta omisión a su propia humanidad que Eichmann ejecutó de una manera totalmente consciente. Si bien él mismo creyó estar guiado por el precepto kantiano de actuar en base a la ley, en realidad lo que llevó a cabo fue una torticera interpretación de este eliminando la “identificación de su propia voluntad con el principio que hay detrás de la ley” (Arendt, 2006). Esta falta de identificación y conocimiento crítico respecto a nuestra propia voluntad es un hecho, un rasgo lamentablemente constitutivo, de nuestras sociedades contemporáneas. Eichmann, el “hombre sin importancia”, es un caso extremo de aceptación acrítica – banal – de cualquier orden, por cruenta que sea, que otorgue nuestro líder. ¿Quién nos lidera hoy? Obviamente ya no son personas. Las épocas de la sumisión ciega a personalidades carismáticas ha sido cambiada por un qué en forma de ideal a alcanzar, de una forma de entender nuestra razón de existir y ser desconectada de nuestra interdependencia con el mundo, con lo otro.
Hoy el ciudadano ejemplar, heredero de esa actitud banal, no es el que obedece órdenes personales de forma acrítica, sino aquel que acepta y promueve las actitudes capitalistas como la única realidad posible. Ese mundo heideggeriano como “condición para para que aparezcan las cosas individuales” (Figueras 2023) es para este individuo contemporáneo un mundo taxativamente capitalista. No hay afuera. No hay grietas ni fisuras en su lógica porque nada en su forma de entender la realidad se escapa del magma de esta filosofía que inunda todos los ámbitos de la vida. Un auténtico ser-en-el-mundo donde las posibilidades abiertas que tiene el ser de existir quedan limitadas a aquello que el capital tiene para ofrecerte. Estamos por tanto rodeados de personas sin importancia que miran a la realidad, y se relacionan con ella desde la única certeza que las premisas capitalistas son un orden natural de la existencia. Es aquí clave entender que este ensayo no busca señalar con el dedo comportamientos individuales, sino más bien analizar de donde nace la toma de postura respecto del capitalismo como inicio y fin de nuestras posibilidades de ser.
Las formas de existir dentro y fuera del capital.
El concepto de finitud expresado por Heidegger creaba una diferenciación entre existencia impropia y propia. La primera sería aquella en la que la única posibilidad de relacionarnos con ella es a través de las ideas de otros, de la mirada común. En la segunda se dan las condiciones para desarrollar una existencia en base a las posibilidades abiertas que nuestro ser es capaz de aceptar como tales. El último estadio de finitud es nuestra propia muerte, y es ahí donde el Dasein1, nuestra toma de conciencia de existencia física y temporal, adquiere sentido de su temporalidad, y por tanto, de su apertura a un futuro incierto (Figueras, 2023). Henos aquí entonces con un sentimiento de angustia pero cuyo efecto en el ser produce el efecto de sacarle de una, llamemos coloquialmente, zona de confort. Una angustia que nos saca de una existencia impropia, de un vivir a través de otros, para así arrojarnos a la obligatoriedad de existir, y por tanto, de decidir. Esa misma angustia a la que Sartre se referiría en su famosa afirmación “el hombre está condenado a ser libre”.
De forma más angustiosa y violenta pudimos vivir una forma física y directa de experimentar la falta de libertad en el 2020 durante el confinamiento por la pandemia del COVID. Un contexto, sobre el que todavía queda mucho por escribir y analizar, que se presenta como una fabulosa oportunidad de discusión filosófica. Tomemos en cuenta diversas afirmaciones que nos ayuden a orientar la argumentación. Por un lado entendemos el rol del capitalismo como clave, fundamental y generador de la crisis del COVID. Las exigencias del capital en cuanto a tiempos, incremento exponencial de la productividad, prioridad a las lógicas bursátiles por encima de cualquier otra y tecnologización de las condiciones materiales de la vida en detrimento del respeto medioambiental han creado el caldo de cultivo perfecto para que pandemias como esta ocurran. Por otro lado, la consideración del capitalismo como la única forma viable de relacionarnos con el otro es causante de una crisis de identidad, y por tanto de existencia, ante la falta de una necesaria historicidad. Es decir, hoy únicamente se toma como válido que el capitalismo es la forma más avanzada, desarrollada y adecuada de habitar el mundo. Al menos desde las realidades eurocéntricas desde las que se escribe este texto. Son pocas las posibilidades de fisura de estas lógicas, y cuando se dan, son cuidadosamente denigradas a través de la intrincada red global de sistemas de comunicación.
Vivimos en lo que Mark Fisher llamó, en el hoy célebre libro, “realismo capitalista”, que no es otra cosa que “la idea muy difundida de que el capitalismo no solo es el único sistema económico viable, sino que es imposible incluso imaginarle una alternativa” (Fisher, 2016, p.22). Un sistema que además funciona en base a la ausencia de ideología, una sociedad que viva de forma posideológica donde el cinismo es la vía de relacionamiento con el otro (Zizek, 1992). Aquí recae la enorme complejidad de este sistema de valores y principios donde la posibilidad de existir dentro y fuera queda exenta, suspendida de juicio y valoración. La vivencia proactiva del sistema capitalista no necesita por tanto de la realización de ningún tipo de apología ni propaganda, más bien funciona mucho mejor cuando nadie la defiende (Fisher, 2016). Aquel que argumenta su vida desde los beneficios que el capital le otorga, esos “vulgares carteros” de nuestros días, aceptan una existencia impropia tomando como herramientas el cinismo y descrédito a la exigencia de una vida crítica y proactiva para con el sentido de la existencia. Sacado de la peor predicción de Baudrillard la vida hoy queda enmarcada como simulacro autoconsciente de existencia incompleta.
Lucía Serra y Santiago López Petit durante su charla mantenida en 2021 a propósito de los efectos de la pandemia en la salud mental mencionan en un momento dado una actitud que podríamos situar dentro de esta banalidad capitalista. Hablan de cómo los artistas y cineastas han descubierto ahora la vulnerabilidad y la interdependencia. Tras décadas de mirarse-a-sí-mismos estos creadores ahora enfocan su trabajo a un reencuentro con lo otro desde el análisis de su humanidad compartida. Es aquí tal vez donde se abre una pequeña grieta en aprovechamiento del momento de crisis o tendremos que esperar (si es que no ha ocurrido ya) a que el capital pueda de la misma forma coptar esta potencia. La clave aquí no es juzgar moralmente la actitud de los artistas sino aprender a reconocer cómo la banalidad del capital ejerce sobre nosotros una mirada al sentido de nuestra existencia absolutamente disociado de la existencia de otro.
La banalidad del capital como exclusión existencial de lo otro.
El diagnóstico más probable a este malestar puede encontrarse en esa “enfermedad de vivir” sobre la que teorizó Lipovetsky (Figueras, 2023). Un generalizado sentimiento de vacío causado por las nuevas formas de capitalismo de finales del siglo XX. Esta enfermedad no cesa en su camino de destrucción representado a través de otra pandemia más sutil, la de las depresiones, malestar y medicalización absoluta del disenso emotivo. Vivimos en una sociedad obsesionada con la felicidad como imagen proyectada, como creación sintética y moneda de cambio de nuestras relaciones sociales (Cabanas, 2019). Y aquí es donde el capitalismo despliega la estrategia más sutil al desplazar de forma constante la discusión sobre el individuo: “no eres feliz porque no quieres”. El acto de reflexión y crítica hace que el sujeto y el objeto se encuentren en una cámara de eco constante y permanente. No hay otro en ningún momento, no es relevante, no suma importancia a encontrar tu sentido de existencia. En un mundo hiperconectado y con una población en constante aumento la estrategia de la principal corriente de pensamiento, el capitalismo, se basa precisamente en la más absoluta atomización. La clave no es negar al otro, sino desprenderme del otro, ser consciente de su existencia pero desde la constatación que no puede haber un engarce entre ambos. El capitalismo nos obliga a la más absoluta individualidad a la hora de buscar nuestras razones para existir, al tiempo que nos obsesiona con ser felices en la travesía.
Esta estrategia es fundamental para aquellos que disfrutan de aquello que el capital considera como correcto: trabajar, ganar un sueldo, invertir tu tiempo, ser feliz,… Será entonces la fagocitación y posterior excreción exprés de las enseñanzas filosóficas de los últimos 2000 años lo que potenciará un espíritu terapeútico como teoriza Illouz (Figueras, 2023). Bajo este paradigma sólo podemos recuperar nuestra existencia desde la singularidad individual. La relación con el otro se nos presenta como un acto de egoísmo existencial en donde la pertenencia y puesta en juego de relaciones sociales implica siempre un beneficio para mis intereses individuales. No se excluye al otro deseando su inexistencia (pensemos en Eichmann) sino que la exclusión procede de la firme convicción que su existencia es meramente instrumental a nuestra búsqueda de sentido. Un planteamiento de construcción común de realidad y sentido no se muestra ni siquiera como alternativa en un contexto donde no hay espacio de encuentro. El ser ha sido arrojado a un mundo con límites que son previos a la constatación de mortalidad. Límites en forma de ecos y pantallas que mantienen el complejo entramado filosófico del capital.
La pandemia del COVID nos ha traído, una vez más, una oportunidad desde la crisis para pensar-nos desde nuestra humanidad. Pero pensar-nos implica que podamos poner sobre la mesa global procesos de políticas radicalmente transformadoras, y hoy esa posibilidad está neutralizada (Petit, 2009, p.104). Los senderos de medicalización, psicologización e individualización que hemos recorrido nos hacen caer en un pesimismo respecto a encontrar vías de solución de este conflicto que mantenemos con nuestro ser. Desde la banalidad es que se mira a la posibilidad de un proceso transformador, una vez más, con cinismo. Petit habla, no sin agriedad, de cómo los movimientos sociales en los últimos años no han logrado salir del encajonamiento postpolítico (donde la política como la entendíamos hasta ahora ha muerto) en el que nuestro compromiso con una realidad colectiva de cambio y transformación es imposible (Petit, 2009, p.105). Esa imposibilidad viene marcada por el carácter defensivo o identitario que motiva cada vez más el escenario político, sacando de la ecuación perspectivas que logren desgarrar profundamente el tejido existencial de la vida. La cuestión identitaria permite aquí que los procesos de subjetivación e individualización reafirmen e impulsen las políticas destructivas del capitalismo global. Una de las claves de la banalidad del capital será ante todo reforzar la diferencia como motivo irreconciliable de entendimiento y generación de sentido, mostrándose entonces como única vía posible de supervivencia vital.
Proyección social y puntos de fuga en el contexto contemporáneo.
El escenario global de intervención a estos problemas se presenta bastante pesimista. Han pasado cinco años del confinamiento global al que tuvimos que someternos en todo el planeta y parece que no han habido muchas lecciones aprendidas que estén encaminadas a superar la banalidad del capital.
La mirada creativa que Vladan Joler desarrolla en extractivism.online (2020) refleja agudamente la proyección futura a la que parece que estemos encaminados. Individuos incapaces de encontrarnos con el otro. Habitantes de cajas de resonancia de metahistorias sobre lo que es real. Una vida rodeada de dispositivos que nos dicen qué pensar, cómo pensar y para qué pensar. Pensar en las preguntas clave que han perseguido a la humanidad desde que existe y que hoy, como siempre, necesita de la filosofía para afrontar el reto de la libertad de ser. Una revitalización a través de los nuevos medios y posibilidades tecnológicas del aviso que nos hacía Debord en 1967 en “La sociedad del espectáculo”: la alienación del individuo a través del sometimiento exclusivo al consumo, a la separación y eliminación de un materialismo relacional (Debord, 2002). Estos planteamientos como los vistos en Petit, Berardi o Fisher nos dejan el sabor de boca de una derrota anunciada. De una imposibilidad a escapar de un complejísimo y omnipresente sistema de control y coptación del deseo llamado capitalismo. Las ciencias sociales son buenas aquí para señalar el problema y mostrarnos qué es lo que nos está haciendo mal, no tanto así qué y cómo podemos hacer para evitarlo. Pensar así significaría de alguna forma jugar el mismo juego que estamos criticando, y acabar maquinizando el pensamiento filosófico creando recetas utilitaristas. Para eso ya están los terribles libros de autoayuda donde a través de infames recetas podemos creer que el problema de nuestra existencia se resuelve diciéndole al espejo que vas a conseguirlo porque la verdad está en tí.
Lo bueno de la filosofía es que cuando crees que se ha acabado se abre ante tí con una inmensidad y esplendor aún mayor. Obviamente no está exenta de peligros ya que la banalidad del capital también hace sus estragos con ella. La mercantilización del conocimiento, la precariedad del profesorado, la poca importancia otorgada en planes de educación públicos son entre otras razones por las que vemos cómo la filosofía se encuentra también en un proceso de íntima autorreferencialidad de temáticas y autores. Al menos ella lleva en su seno la imposibilidad de coptación total por parte del capital ya que, teleológicamente hablando, no vale para nada.
Pensar, y pensar con otros. Primero el verbo, que nos remite a la capacidad humana que no cesará de perseguirnos nunca, motor fundamental de nuestra búsqueda de sentido. Segundo el acto, íntimo pero común, social, compartido. La línea compartida entre la banalidad del mal y del capital hemos visto cómo está siempre definiendo la distancia respecto al otro. Una absoluta indiferencia vital respecto a las repercusiones de mis actos y decisiones tienen sobre otros individuos, pero también plantas, animales, insectos,… ¡la vida! Pensar-nos pasa a ser entonces una construcción verbal que incomoda radicalmente a la banalidad. Para poder hacer, primero habremos de pensar, si es que queremos que esa acción vaya acompañada de la impronta de libertad que nos hace merecedores de la expresión humanos. Las derivas de pensamiento a las que hoy tenemos acceso son tan ricas como exuberantes: el transhumanismo nómada de Braidotti, el parentesco interespecies de Haraway, la organización social radical del Comité Invisible. Estamos en condiciones de reventar desde dentro las mismas lógicas del malestar que nos tienen presos. Y llegados a este punto pareciese que la única certeza que nuestra contemporaneidad nos ha traído es que sólos no podemos. Mientras que la alternativa sea consumir menos para seguir consumiendo (Comité Invisible, 2020) viviremos bajo una pátina edulcorada de lo que un cambio real podría suponer en nuestra experiencia de la vida.
Estamos ante el reto de un encuentro con el otro donde detonar acciones en base a los afectos. Necesitamos una nueva política que desencadene nuevas realidades que permita pensarnos desde nuevas latitudes. Hoy se habla de pos-capitalismo porque no se sabe cómo nombrar a lo que sea que tenga que venir, pero sí se está seguro que debe ser algo que supere lo existente. Vivimos bajo la certeza del designio funesto del capital. Su objetivo es el arrinconamiento existencial. Cerrarnos en nuestra sala domotizada y cómoda de compras instantáneas y pantallas inteligentes. Pero ya sabemos que las consecuencias son terribles. Al menos para aquellos que no forman parte del grupo, que como Eichmann, podían decidir sobre la existencia de los demás.
Parece que el mundo por venir no será un mundo que construyamos entre todos en armonía. La época de las utopías sociales pasó hace mucho tiempo. Pero tal vez sí sea una época de reconocimiento global del otro ante mí como pieza fundamental en la construcción de mi propia existencia. Tal vez veremos llegar el momento en que nuestras decisiones cotidianas serán tomadas pensando en el otro porque la vida será la norma, y no el consumo. De qué otra forma podremos sobrellevar una exitencia que se escape a la precariedad sino es apoyado en el hombro de mi compañera, o en el cuidado del resto de especies, o de la tierra que nos da el alimento. El capital y su cinismo enseñan desde la banalidad a desconfiar de toda acción que pueda desajustar el precario bienestar en el que se vive. Abrirse a sentir-con-otro se convierte en un primer paso fundamental en este mundo post- que aún no sabemos cómo se llamará, pero que sólo existirá si así lo empezamos a pensar-con.
Bibliografía
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Arendt, H. (2006). Eichmann en Jerusalén: Un estudio sobre la banalidad del mal. Debolsillo.
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Berardi (Bifo.), F. (2003). La fábrica de la infelicidad: Nuevas formas de trabajo y movimiento global. Traficantes de Sueños.
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Comité Invisible. (2020). La insurrección que viene. Pepitas Ed.
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Debord, G. (2002). La sociedad del espectáculo. Pre-Textos.
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Figueras, B. M. (2023). La crisis de la existencia. Recurso de aprendizaje textual. Fundació Universitat Oberta de Catalunya (FUOC).
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Fisher, M. (2016). Realismo capitalista: ¿No hay alternativa? Caja Negra.
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Fundación «la Caixa» (Director). (2021, enero 13). ¿Cómo subraya la pandemia la importancia de la salud mental? | Lucía Serra y Santiago López Petit [Video recording]. https://www.youtube.com/watch?v=uSgmf1cKgUw
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Joler, V. (2020). New Extractivism. New Extractivism. https://extractivism.online/
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Petit, S. L. (2009). La movilización global: Breve tratado para atacar la realidad. Traficantes de Sueños.
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TEDx Talks (Director). (2019, noviembre 21). Las claves para vender la felicidad | Edgar Cabanas | TEDxMadrid [Video recording]. https://www.youtube.com/watch?v=LWYAUSXbCfI
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Zizek, S. (1992). El sublime objeto de la ideología. Siglo XXI.
1Concepto acuñado por Heidegger cuya traducción literal del alemán sería ser-ahí. Uno de los conceptos más trabajados por el filósofo alemán que hace referencia al proceso de autoconciencia del ser de su propia existencia.