El reconocimiento, como concepto central en los debates sobre justicia social y política, ha generado interpretaciones diversas y controversias entre las principales teóricas contemporáneas. Este término, aparentemente simple, trasciende su definición convencional para abordar cuestiones profundas sobre igualdad, identidad y participación en la vida social. En los escritos de Nancy Fraser y Judith Butler, el reconocimiento adquiere significados que reflejan sus posturas teóricas y revelan tensiones fundamentales sobre cómo abordar las injusticias económicas y culturales en el mundo actual.
La lectura de estas autoras plantea preguntas esenciales: ¿es el reconocimiento un medio para superar barreras de exclusión o puede convertirse en una trampa que legitime el statu quo? ¿Cómo se relaciona con las políticas de redistribución y hasta qué punto es posible integrar ambos enfoques sin generar contradicciones? Al mismo tiempo, el lenguaje emerge como una herramienta clave en este debate, no solo para nombrar las diferencias, sino también para visibilizarlas, legitimarlas y, en última instancia, aspirar a un mundo donde las etiquetas se integren en la cotidianidad y pierdan su carácter excepcional.
A lo largo de la lectura, interpreté la palabra “reconocimiento” en su acepción más habitual, como “examinar algo o a alguien para determinar su identidad”, tal como señala la RAE. Sin embargo, al final del texto, descubro que Fraser utiliza “reconocimiento” con un significado distinto y más profundo: no se trata simplemente de identificar a una persona, sino de “ver reconocido su estatus de interlocutor/a pleno/a en la interacción social y su capacidad de participar en igualdad de condiciones en la vida social” (Fraser, N. 1997). Esta definición trasciende la mera identificación para enfatizar la legitimación y la validez de ese sujeto en el ámbito público.
Este cambio de perspectiva me lleva a cuestionar la idoneidad del término “reconocimiento” en español. En inglés, “recognition” abarca la idea de “otorgar validez” o “valorar adecuadamente”, como indica el diccionario de Oxford. Por ello, quizás una traducción más precisa al castellano sería “validación” o “merecimiento”, palabras que reflejarían mejor la noción de conceder a alguien el estatus pleno de interlocutor/a. Esta sutileza lingüística no es trivial, pues las concepciones de Fraser y Butler se enredan precisamente por la forma en que cada una entiende el reconocimiento. Mientras Fraser se centra en la dimensión estructural y en la necesidad de asegurar una igualdad real de participación, Butler parece haber interpretado el término inicialmente desde el ángulo de la identidad, lo que diluye la distinción entre el reconocimiento como simple reconocimiento identitario y el reconocimiento entendido como acceso equitativo a las condiciones de interlocución social.
El debate entre las políticas de redistribución y las de reconocimiento, tal como las plantea Fraser, se sustenta en una distinción analítica: mientras que las primeras parten de bases muy próximas al marxismo y se enfocan en la justicia económica, las segundas resultan más complejas de acotar y comprender, en parte porque no se acompañan de ejemplos concretos. Inicialmente, al pensar en “reconocimiento” como algo ligado a la identidad, parece lógico concluir que este tipo de exigencias puede provenir de cualquier colectivo que sienta amenazada su construcción identitaria. Esto incluiría no sólo a grupos históricamente oprimidos, sino también a sectores hegemónicos que, ante cambios sociales, perciben el peligro de perder su posición dominante. Por ejemplo, grupos de ultraderecha pueden reclamar reconocimiento cultural en un contexto de inmigración, o una reafirmación religiosa frente a la secularización, interpretando la agenda educativa o el feminismo como amenazas a su sistema de valores.
Bajo esta perspectiva, las políticas de reconocimiento podrían presentarse como un arma de doble filo, reclamables por cualquiera que se sienta culturalmente desestabilizado. Sin embargo, la definición más precisa que finalmente aporta Fraser cambia el escenario: el reconocimiento no se limita a la validación de cualquier identidad en abstracto, sino que se orienta a garantizar la igualdad de participación en la vida social. Esta especificidad altera la naturaleza de las demandas: los grupos ya hegemónicos, que cuentan con pleno acceso a las instituciones y al debate público, no requieren este tipo de reconocimiento estructural. Sus identidades no están en riesgo de ser excluidas de la interlocución social. Por el contrario, las políticas de reconocimiento que Fraser describe apuntan a quienes, por su posición subordinada, no disfrutan de esa participación paritaria. Así, la distinción analítica entre redistribución y reconocimiento se refuerza: si bien todos pueden sentir que sus identidades están en juego, sólo aquellos que carecen de plena capacidad de incidencia social encarnan realmente la necesidad de políticas de reconocimiento tal como Fraser las concibe.
La crítica de Butler resulta coherente si partimos de una interpretación del reconocimiento centrada únicamente en la validación cultural de la identidad. En ese caso, la legitimación identitaria parecería reducirse a un ámbito puramente simbólico, desligado de las estructuras económicas. Sin embargo, al incorporar el concepto de paridad de participación, Fraser ancla el reconocimiento en la esfera de lo estructural. De este modo, la dimensión cultural deja de ser algo meramente “accesorio” frente a la económica, para convertirse, en cierto modo, en su fundamento.
Esto implica un cambio de perspectiva: ya no se trata de subordinar lo cultural a lo económico, sino de entender que la falta de redistribución se origina en la ausencia de un reconocimiento que garantice una igualdad real de participación. Si la participación en la vida social se ve obstaculizada por patrones culturales que desvalorizan a ciertos grupos (mujeres, trabajadores de clase obrera, minorías raciales), entonces la desigualdad económica no es una causa autónoma, sino una consecuencia de esa negación inicial de estatus y consideración.
Pensemos en el caso de clase: la dificultad para que un obrero sea visto como interlocutor con pleno derecho a la hora de definir condiciones laborales, salarios o políticas públicas indica que la injusticia material está enraizada en una falta de reconocimiento previo. Desde esta perspectiva, las políticas de redistribución estarían condicionadas por las de reconocimiento, ya que, sin superar las jerarquías culturales que impiden la participación igualitaria, es imposible corregir las injusticias económicas de manera duradera.
Esta idea, sin embargo, despierta la sospecha de que Fraser haya refinado su definición del reconocimiento con el tiempo, quizá respondiendo al debate con Butler. Puede que la definición final, anclada en la paridad de participación, no fuera el punto de partida original de su teoría, sino un ajuste posterior para hacerla más resistente a las críticas interpuestas desde otras corrientes del pensamiento feminista y político.
Una cuestión importante en el debate, aunque Fraser no le dedique un gran espacio, es la distinción que establece para separar estas categorías analíticas. Ella señala: “[Con las injusticias distributivas], la lógica de la solución pasa por la desaparición del grupo en tanto grupo. Por el contrario, [con las injusticias culturales], pasa por valorar la «grupalidad» del grupo mediante el reconocimiento de su especificidad.” Esta afirmación resulta interesante, pero si consideramos que gran parte de la controversia se basa en cuestiones semánticas, merece ser examinada bajo el prisma del lenguaje.
El reconocimiento, entendido aquí como la posibilidad de validar la existencia y el valor de ciertas identidades, está íntimamente ligado a la capacidad de nombrar y categorizar. El lenguaje no es un simple reflejo de la realidad, sino un instrumento que nos permite articular el pensamiento y dar forma a lo que percibimos. Cuando algo no tiene nombre, permanece en una zona de invisibilidad social. Para reconocer la violencia patriarcal, el racismo, la diversidad de género y la pluralidad de orientaciones sexuales, ha sido imprescindible forjar un vocabulario que diera cuenta de estas realidades. Las etiquetas y definiciones que hemos ido creando no inventan la diferencia, pero sí la hacen colectivamente entendible, transformándola en un fenómeno identificable y, por tanto, discutible y abordable.
En este sentido, la distinción que Fraser traza entre las injusticias distributivas y las culturales no puede separarse de la dimensión lingüística. El reconocimiento de la “grupalidad” supone la existencia de un lenguaje capaz de nombrarla y valorarla. Sin estas palabras que designan y significan la diversidad, la especificidad del grupo y sus experiencias no podría ingresar al ámbito público, limitando sus posibilidades de ser comprendidas y corregidas. Así, el debate no sólo trata de corregir desigualdades materiales o valorar identidades, sino también de contar con las herramientas lingüísticas necesarias para que dichas injusticias y diferencias se tornen visibles, se comprendan y, en última instancia, se transformen.
Juan Carlos Pérez Cortés, en su libro Anarquía Relacional: la revolución desde los vínculos (p. 85), expone con gran precisión cómo el hecho de contar con conceptos comprensibles en el ideario colectivo representa un privilegio. Él aplica esta reflexión al ámbito del lenguaje sobre las relaciones de pareja, mostrando las dificultades que enfrentan las personas con orientaciones relacionales no hegemónicas a la hora de expresarse ante el mundo. Señala:
“Porque el simple hecho de poder expresar fácilmente cómo es tu vida y cuál es tu forma de verla y vivirla, y en qué punto está o incluso cómo te sientes, refleja un importante privilegio. Un privilegio al que has de renunciar cuando haces las cosas de otra manera, de una forma que no tiene nombre o en la que los matices son importantes (porque otra característica de lo hegemónico, aparte de hacer invisibles las opresiones y los prejuicios, es que digiere y asimila los matices).”
Este testimonio subraya la estrecha relación entre el lenguaje, la visibilidad social y el reconocimiento. No es sólo que las categorías existentes dicten la norma, sino que su ausencia o falta de adecuación condena a quienes se salen de ella a la incomunicación o la incomprensión. Sin un vocabulario que legitime y describa las experiencias no convencionales, estas quedan relegadas a un espacio de invisibilidad, dificultando la articulación de una voz colectiva y la formación de un imaginario común que posibilite la comprensión y la empatía. Este fenómeno se conecta con la discusión de Fraser y Butler: sin las palabras adecuadas para indicar quiénes somos y qué lugar ocupamos en la sociedad, la “falta de reconocimiento” se vuelve casi inevitable, reforzando las barreras culturales y simbólicas que perpetúan las desigualdades.
La aparición de una nueva etiqueta, por muy emancipadora que parezca en un principio, también implica delimitar matices y crear nuevas expectativas normativas. Estas etiquetas, lejos de permanecer en un plano meramente reflexivo, pueden terminar por encorsetar las identidades y prácticas que pretendían visibilizar. Juan Carlos Pérez Cortés señala que estas categorías aportan una “seguridad de identidad compartida”, convirtiendo la etiqueta en una herramienta de resistencia a lo normativo, un espacio alternativo que se presenta como “anómalo” frente a lo hegemónico.
Sin embargo, la aspiración última de esta diferenciación es que, con el tiempo, dicha anomalía desaparezca al integrarse en la cotidianidad, diluyendo las fronteras que la hacían necesaria. Imaginemos un mundo en el que cada persona posea su propia identidad de género y cada vínculo requiera una definición singular. Al multiplicarse las diferencias, nos veríamos impelidos a desarrollar un lenguaje universal capaz de abarcar todas las experiencias sin aferrarse a matices específicos. En este escenario, la particularidad deja de ser un rasgo de exclusión y se convierte en norma, difuminando la razón misma de la etiqueta.
Aquí es donde considero que Fraser incurre en una limitación: al pensar en el reconocimiento como algo que no conduce a la desaparición del grupo en tanto grupo, pasa por alto la dinámica evolutiva de las etiquetas. Estas surgen para legitimar una diferencia y, en su integración, aspiran a un entorno donde esas diferencias no necesiten ser marcadas porque ya no constituyen una barrera para la participación en igualdad de condiciones. Así, la desaparición del grupo como categoría marcada podría no solo ser un efecto colateral, sino también el resultado más deseable del pleno reconocimiento. En última instancia, esto nos invita a reconsiderar cómo las luchas por el reconocimiento y la redistribución, lejos de contraponerse, pueden integrarse en un proyecto político que aspire a superar las barreras tanto simbólicas como materiales de la exclusión.
En este sentido, Nancy Fraser tiene razón al advertir que las políticas centradas en el reconocimiento pueden convertirse en herramientas funcionales del capitalismo. Hoy vemos cómo el mercado se apropia de las luchas identitarias, promoviendo una diversidad superficial que no desafía las bases de explotación económica. El “capitalismo inclusivo”, que celebra la representación cultural, pero perpetúa la desigualdad estructural, es un ejemplo evidente de cómo la validación simbólica puede coexistir con la explotación económica. Desde este ángulo, Fraser acierta al insistir en que, sin una transformación del sistema capitalista, las políticas de reconocimiento están condenadas a ser insuficientes, incluso contraproducentes.
A modo de conclusión cabe decir que este debate evidencia la complejidad del reconocimiento como proceso social y político. Mientras Fraser subraya la necesidad de integrar el reconocimiento con la redistribución económica para combatir la desigualdad estructural, Butler critica la imposición de categorías universales que pueden deslegitimar las luchas particulares. Ambos enfoques presentan limitaciones: el reconocimiento, si se mantiene como un fin en sí mismo, corre el riesgo de reforzar las categorías que inicialmente pretendía trascender, mientras que una política exclusivamente identitaria puede ser fácilmente cooptada por el capitalismo, perpetuando las desigualdades en lugar de eliminarlas.
Además, el lenguaje emerge como una herramienta clave para visibilizar y legitimar las diferencias, pero también plantea el desafío de evitar que estas se conviertan en barreras que encorseten las identidades. Una política transformadora debería aspirar a un horizonte donde las etiquetas pierdan su excepcionalidad al integrarse en la vida cotidiana, logrando que las diferencias ya no necesiten ser marcadas para garantizar la plena participación social. Solo mediante la articulación de reconocimiento y redistribución, abordando tanto las desigualdades materiales como las simbólicas, es posible construir una sociedad más justa, donde las identidades y particularidades se reconozcan sin fragmentar ni sacrificar la universalidad del proyecto político emancipador.
Butler, J. (2000). El marxismo y lo meramente cultural. New left review, 2, 109-121.
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